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A propósito del artículo “Sobre el
socialismo y el poder”, de Marcelo Colussi (1/6/2020)
Por Fernando Suazo - Guatemala, 5 de
junio de 2020
No es la primera vez que Marcelo Colussi se debate sobre los
retos que nos plantea la utopía socialista –entendida de una
o de otra forma- a quienes como él seguimos creyendo en
ella. Recuerdo, por ejemplo, su diálogo de dos personajes
titulado “Reflexiones sobre el mundo (Marxismo,
psicoanálisis, socialismo)” aparecido en albedrio.org en
febrero pasado.
Suelo leer lo que Marcelo profusamente escribe en ésta y en
otras páginas electrónicas. Me complace y admira su
fecundidad y su tozudez en proponer continuamente preguntas,
mucho más que respuestas, lo cual muestra la talla de un
pensador libre con los pies en el suelo.
Yo le leo desde otros presupuestos culturales y eso me
induce a presentar los siguientes consideraciones -y las
disculpas pertinentes por apelar a mi propia evolución
subjetiva en este asunto.
Tengo más de treinta años de inmersión en la cultura maya en
el pueblo de Rabinal. (He de decir que la palabra maya es
ambigua pues se usa indistintamente para referirse a la
cultura que predominó hasta finales del primer milenio, y a
la tolteca que se impuso después en nuestro territorio hasta
la invasión española. Ambas son bastante diferentes, pero
poseen rasgos comunes).
Desde los primeros meses descubrí que la conciencia que aquí
tienen las personas acerca de sí mismas difiere de la que se
tiene en mi país de origen, España. Ese descubrimiento me
surgió cuando una tarde en Rabinal, intentando relajarme del
estrés con la lectura del El Quijote, caí en la cuenta de
que el protagonista expresa una cultura distinta de la que
aquí había encontrado. Ni en la historia ni en los rasgos de
las personas mayas hallaba yo vestigios de esa imponente
afirmación de sí mismos que caracteriza al personaje
cervantino y continuamente se muestra en el ethos de la
gente de cultura occidental. El ingenioso hidalgo encarna
genialmente esa identidad colectiva; en eso coinciden los
comentaristas. Una identidad de la que el mismo Cervantes se
burla, pero que sigue ofreciéndose como ejemplo de vida en
la educación familiar e institucional. Su meta es el éxito
individual expresado como poder y gloria.
Observé que esa tipología del yo/centro-de-todas-las-cosas
no es la que caracteriza a la autoconciencia que predomina
en las personas mayas, sobre todo del área rural. Aquí, el
hombre o la mujer prototipo no es quien logra afirmarse con
éxito en cualquier dimensión humana, sino quien sabe
interactuar correctamente con todos los seres: con las
plantas, con los animales, con los fenómenos naturales, con
amigos y enemigos y con la comunidad. Estas personas son,
por ejemplo, los padrinos o madrinas o los ancianos en
general. A ellos se acude para obtener consejo (no obstante,
estas prácticas están en declive a causa de la aculturación
que ha acelerado la penetración de cultura occidental en la
vida de las comunidades). Digamos que en el ethos maya -al
menos en sus estados menos aculturados, las personas no se
entienden como aisladas sino en interacción con otros seres.
Una interacción marcada por el respeto fundado en la
creencia de que todos los seres, no solo las personas,
albergan algo de inaprehensible, poseen cierto misterio que
es preciso respetar y tratar adecuadamente. En la medida en
que se interactúa correctamente con ellos, en esa medida las
personas logran los bienes que desean. Esto se parece a lo
que algunos pensadores críticos de occidente, como E.
Levinas y F. Hinkelammert, vienen expresando: para que yo me
afirme como sujeto, es preciso que tú ante mí seas
plenamente sujeto.
Estas diferentes autoconciencias tienen sustento en las
respectivas mitologías fundantes de ambas culturas, la
occidental –judeocristiana- y la maya. No es este lugar para
extenderme en ello. En albedrio.org publiqué a finales de
octubre de 2019 estas ideas en un ensayo breve titulado
Mirando hacia lo Maya desde este Occidente desbocado.
En pocas palabras, el judeocristianismo tiene como arquetipo
fundante una concepción de dios como único, excluyente,
poderoso, autosuficiente, etc., el cual creó primero al
hombre y le dotó de la ayuda de la mujer y puso a ambos en
el centro del paraíso con el mandato de crecer y dominar la
Tierra. El hombre quedó así constituido como lugarteniente
de dios sobre la tierra con plenos poderes. Además ese dios
se eligió en exclusiva un pueblo -el pueblo hebreo- al que
ordenó y acompañó para conquistar la tierra prometida,
exterminando a sus pobladores y arrasando su cultura. Sólo
con estos trazos míticos ya podemos descubrir algunos rasgos
de esta mitología que son de plena aplicación en nuestra
sociedad occidental: 1) el principio de dominio que se
justifica por sí mismo y es constitutivo del ser humano, un
principio sagrado cuyo paradigma es dios mismo; 2) la
dominación del varón sobre la mujer y sobre la tierra; y 3)
la exclusión e incluso la eliminación de los “otros”.
Hay que decir que ese dios fue resignificado a los largo de
la historia por personajes críticos frente a las prácticas
de dominación. A partir del siglo VIII a. C. surgieron en el
judaísmo personajes -los profetas- que proclamaron que el
dios verdadero es el que se pone del lado de los pobres. Más
tarde Jesús, un campesino de una región marginal de
Palestina, se adscribe al profetismo y confronta
públicamente la dominación y la hipocresía de las élites,
especialmente religiosas; despierta en el pueblo
expectativas de liberación, incluso intentan declararlo rey.
Los jerarcas religiosos y el gobernador romano le mandan
torturar y ejecutar. Muere de la misma forma que el imperio
ejecutaba a los terroristas, en la cruz.
La causa de su muerte es claramente política: para evitar
que la gente se subleve contra el sistema de dominación
religiosa y política. Sin embargo, los jerarcas
religiosos resignifican el crimen convirtiéndolo en un
sacrificio por los pecados de la humanidad. Lo transforman
en un acto de culto que viene a gravar más aun al pueblo con
una culpa impagable porque, según dicen, el crucificado es
dios, y murió por nuestros pecados. Una manipulación del
crimen político que tiene doble efecto: legitimar el poder
de las elites religiosas –ellas poseen la llave para
perdonar o condenar-, y doblegar más a la gente,
atenazándola en su conciencia.
Pues bien, esta parafernalia simbólica construida sobre la
muerte del campesino rebelde, Jesús, es la que tiene plena
vigencia en la sociedad occidental. Con ella queda
legitimada la dominación y establecido el sometimiento de la
gente desde la intimidad de su conciencia. Y el dios a quien
se destina ese sacrificio cultual de la cruz –para que
“perdone nuestros pecados”- es quien legitima los mitos
arcaicos de dominación que veíamos al principio. Es el
dios en cuyo nombre el occidente “cristiano” acumula una
historia espantosa de invasiones, exterminios, guerras y
atropellos individuales y colectivos. Ese es, de hecho, el
dios del sistema sociocultural y económico que domina en
occidente. Su emblema es la cruz que adornó coronas,
palacios y templos; es el dios de los discursos de los
oligarcas, de los racistas; ha sido el dios de todos los
imperios cristianos y adorna los billetes de dólar. Sin
embargo, el verdadero dios, el de la justicia y la
solidaridad, se juega la vida cada día en las calles.
El principio mítico de la “dominación”, sea individual o
colectiva, se manifiesta, aunque de forma diferente, en el
capitalismo y en sus diversas versiones rivales comunistas y
socialistas. En todas, el sujeto humano, individual o
colectivo, se percibe a sí mismo con rasgos que priman la
dominación sobre la interacción, que comparan
prejuiciosamente lo “nuestro” y lo “de ellos” y que se
posicionan ante la naturaleza casi sólo como fuente de
recursos en disputa…
No sólo es una cuestión ética –como se preguntaba alguna vez
Marcelo Colussi hablando de los socialismos que conocemos,
afectados de caciquismos y privilegios-, es además una
cuestión cultural.
Aquí algo aportan los mitos fundantes de la cultura maya.
Veamos algunos: En ellos no existe la figura de un dios
único creador de todo desde la nada, sino que todo es obra
de varios actores -o dioses en los que se expresa la
divinidad-. Estos actores no son protagonistas por separado,
sino que siempre actúan juntos, después de haber dialogado y
alcanzado acuerdos. Tan es así que en el acto creador no es
ninguno de los dioses por separado el protagonista, sino el
acuerdo o la interacción de los que han participado: Los
once pares de seres creadores son personajes de rasgos
diferentes o contrarios entre sí, pero el acto creador es
resultado de la correcta interacción entre ellos, no de uno
de ellos en particular anulando al otro. Así lo expresa el
Popol Wuj. No vemos aquí protagonistas divinos, lo divino es
precisamente la correcta interacción, sólo ella es capaz de
crear la vida.
Otro mito que aplica a lo que tratamos sobre la exclusión es
el de la doncella Ixkik. Ella pertenecía a Xibalbá, el mundo
de lo malo, el inframundo. Sin embargo, siendo doncella,
quedó voluntariamente embarazada del héroe del supramundo a
quien los de Xibalbá habían ajusticiado. En ella se
encontraron sangres contrarias. Y así resultó ser la madre
de los mayas “verdaderos”. Del encuentro de los contrarios
nace lo nuevo positivo. Lo nuevo no se crea excluyendo ni
destruyendo al contrario, sino interactuando
inteligentemente con él.
El único personaje que aparece reprobado en la mitología del
Popol Wuj es Wuqub Kak’ix y es porque se declaraba autónomo
y superior a todos los demás (“Yo soy grandioso sobre la
gente… Soy el sol de la gente, ellos a mí me miran”). Nótese
que esa expresión “yo soy” –incuestionable en occidente-,
sólo aquí aparece en el Popol Wuj. El mito de Wuqub Kak’ix
parece reprobar algo que en occidente se admira: el éxito
individual.
Estoy convencido de que la cultura maya constituye un aporte
de alta calidad ética, ecológica, social, política y
espiritual para la crisis global en que nos debatimos por
culpa de este occidente desbocado; un occidente que excluye
y reprime sus mejores valores morales.
Aprovecho este comentario para invitar a que nos cuidemos
del etnocentrismo y volteemos la atención a otras culturas
para aprender de ellas. Creo que, al menos para los que
ansiamos otra sociedad, ya pasó el tiempo de ignorarlas o
despreciarlas repitiendo acríticamente actitudes semejantes
a las que implantaron aquí los cristianos conquistadores.
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