La vejez: ¿un riesgo?
Por Marcelo Colussi - Guatemala, 23 de
abril de 2020
mmcolussi@gmail.com
Los límites nos aterran. El Psicoanálisis hace evidente
lo que nos atemoriza a todos los seres humanos por igual:
los límites. De ahí que siempre, en todo momento histórico
y en toda forma cultural conocida, ese bicho tan raro que
somos los Homo Sapiens Sapiens, hemos luchado contra
ellos. Si algo patentiza esos límites, es decir: la
carencia, el hecho de no ser completos ni eternos, son la
sexualidad y la muerte. Ambas demuestran nuestra
originaria finitud. La sexualidad nos muestra que siempre
falta algo: o macho o hembra, no hay completud en juego.
Por eso tapamos las diferencias que evidencian la
incompletud, no queremos saber nada de ellas. En toda
forma civilizatoria escondemos los órganos genitales
externos (desde un taparrabos a la ropa más fina de la
parasitaria realeza, desde un traje de baño “hilo dental”
hasta la ropa de los astronautas); la constatación de que
“algo falta”, es decir: que somos una cosa o la otra y no
“todo”, nos aterra.
La patencia del otro límite, absoluto, que jamás puede ser
transgredido, es la muerte. Como eso nos horroriza, la
especie humana ha tratado en toda su historia de
minimizarla, de alejarla lo más posible, de exorcizarla.
Obviamente, sin resultado positivo. A no ser que
consideremos que es una ventaja prolongar cada vez más las
expectativas de vida. O sea: la edad a la que morimos.
¿Para qué queremos vivir tanto? Solamente por la fantasía
en juego -siempre presente, aunque se diga ingenuamente
que “a mí no me asusta la muerte”- de buscar la eternidad.
Dicho de otro modo: de rechazar el límite, de resistirnos
a la incompletud, a la finitud. Nadie quiere morir; el
suicidio es un acto psicótico.
El cuerpo humano de la actual subespecie Sapiens Sapiens
tiene un diseño anátomo-fisiológico cuya edad promedio
ronda los 60 años, alcanzando su plenitud física y sexual
a los 25, y la madurez intelectual a los 40. Después de
cuatro décadas de vida, inexorablemente comienza la
decadencia. Como alguien dijo “simpáticamente”: “si
después de los 40 un día despertamos y no tenemos ningún
dolor… ¡es que estamos muertos!”.
Cada cultura que transcurrió en la historia asume y maneja
la vejez y la muerte de una manera distinta. De todos
modos, la muerte siempre espanta, por eso se trata de
procesarla con la menor angustia posible. En algunos
casos, incluso, de un modo heroico se la puede ensalzar,
se le pueden cantar loas (cualquier suerte de kamikaze,
por ejemplo). En otras, la partida de alguien es celebrada
con fiestas, con alegría (¿negación maníaca?).
La vejez es la antesala del final. En las civilizaciones
de cazadores y recolectores y en las agrarias sedentarias,
milenarias todas ellas (mucho de ello aun persistiendo en
el capitalismo desarrollado global de hoy día, en buena
medida en forma marginal), la vejez era reverenciada. Los
ancianos de las tribus constituían el grupo de dirección,
el segmento que guiaba. Eran los que sabían, los que
podían conducir al colectivo en vista de su larga
experiencia de vida. Por el contrario, el capitalismo
hiper desarrollado actual necesita cada vez más una fuerza
de trabajo especializadísima. En muchos segmentos, un
título universitario ya no alcanza; son precisos post
grados (más allá del negocio que pueda haber en juego, en
tanto parte de la mercancía “educación”), llegándose a los
post-doctorados, obtenidos mucho después de los 30 años,
para recién ahí incorporarse plenamente al mercado
laboral. Los ancianos, para el capitalismo consumista,
sobran (no producen y consumen poco).
Sin dudas, la fantasía de la vida eterna, de la
prolongación al infinito de la juventud como sinónimo de
inmortalidad, nos marca como especie. En toda cultura
puede encontrarse esa búsqueda, expresada en forma de
mito, leyenda, religión. El rechazo de la muerte -dicho de
otra manera: la juventud eterna- está siempre presente. El
capitalismo moderno con su portentoso desarrollo
científico-técnico ha logrado extender la esperanza de
vida en forma creciente. Y la fantasía… ¿parece hacerse
realidad? (la persona más longeva llegó a los 122 años).
Con el mejoramiento general de las condiciones de vida, la
misma viene alargándose cada vez más. En 1950 la población
mundial de más de 65 años era el 5%; para el 2000 ya
llegaba al 7% (se le llamaba “tercera edad”). Las
proyecciones indican que para 2050 esa población será el
16% del total (“cuarta edad”, los mayores de 80). Las
diferencias entre países son notorias, replicando la
estructura global, pues mientras Japón o los escandinavos
alcanzan en promedio los 85 años, los más pobres de África
no pasan los 52. “Vivir hoy más años es un hecho muy
positivo que ha mejorado el bienestar individual. Pero la
prolongación de la esperanza de vida acarrea costos
financieros, para los gobiernos a través de los planes de
jubilación del personal y los sistemas de seguridad
social, para las empresas con planes de prestaciones
jubilatorias definidas, para las compañías de seguros que
venden rentas vitalicias y para los particulares que
carecen de prestaciones jubilatorias garantizadas. Las
implicaciones financieras de que la gente viva más de lo
esperado (el llamado riesgo de longevidad) son muy
grandes”, dice el Fondo Monetario Internacional.
Entonces, si la longevidad es un “riesgo”, ¿por qué sería
positiva? ¿Cuánto habría que vivir, dado que algunos
“viven más de lo esperado”? Además de la fantasía de
vencer los límites ganándole -ilusoriamente- la pulseada a
la Huesuda, ¿cuál es el beneficio de envejecer tanto?
¿Terminar en un asilo? ¿Padecer demencias seniles o
Alzheimer, dado que el cerebro no está hecho para resistir
en buenas condiciones tanto tiempo? Cuerpos ya deformados
que no se hacen atractivos objetos sexuales, y en los
varones impotencia casi segura, ¿cuál es la razón de
seguir prolongando artificialmente la vida? ¿Alguien lo
puede explicar?
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